Jordi Soler.(Reproducido 26/12/2011)
EL PAÍS – Opinión –
«Las naciones no son otra cosa que actos de fe», escribe Borges en uno de sus ensayos. Aunque esta idea, de entrada, suena a pura provocación, tiene un altísimo porcentaje de verdad. La conclusión de esta línea borgiana es perfectamente razonable: «Y así como ayer pensábamos en términos de Buenos Aires o de tal o cual provincia, mañana pensaremos en términos de América y, alguna vez, del género humano». El asunto es que por más razón que tenga Borges, parece que el mundo y sus naciones van en sentido contrario, y todos los días tenemos episodios que lo confirman, desde los muros que dividen una nación de otra, y de paso las reconcentran, hasta los aspavientos nacionalistas de la gente que se empeña en pensar que el metro cuadrado donde, por puro azar, ha nacido, es mejor, y más hermoso, que el metro cuadrado donde han nacido los demás.
El acto de fe que señala Borges es crucial, porque quien tiene fe simplemente cree, cree a secas sin que intervengan demasiado ni la observación ni la razón y esto, en un país como España que empieza a enfrentarse a la inmigración masiva de personas con diversas nacionalidades, resulta especialmente delicado. Para redondear la idea de Borges echaré mano de otra idea que acabo de leer en Diario de un mal año, de J. M. Coetzee, ese escritor misterioso y deslumbrante como pocos. Coetzee nació en Ciudad del Cabo, en Suráfrica, y en una de las páginas de este libro estupendo explica su relación con el metro cuadrado de tierra donde nació:
«La consideraba mi ciudad no sólo porque hubiera nacido en ella, sino porque conocía su historia con suficiente profundidad para ver su pasado en palimpsesto por debajo de su presente. Sin embargo, para las bandas de jóvenes negros que hoy merodean por sus calles en busca de acción es su ciudad y yo soy el forastero».
Palimpsesto según el diccionario significa: «Pergamino manuscrito cuya primera escritura ha sido borrada para escribir en él de nuevo». Mirar en palimpsesto el pasado de una ciudad, o de un país, y mirar de la misma forma su presente, con su consecuente previsión del futuro, tendría que ser un deber ciudadano; porque sin esta visión integral, la de la ciudad que primero fue habitada por unos, y luego por otros distintos, lo que vemos en un fenómeno como el de la emigración es simple y llanamente una invasión creciente e incontrolable, y no lo que de verdad es: la nueva realidad de España. Sin ánimo de comparar la realidad sudafricana con la española, el palimpsesto propuesto por Coetzee nos viene como anillo al dedo; funciona muy bien, por ejemplo, para comprender, en toda su magnitud, la gran oleada de latinoamericanos queha
llegado a España en los últimos tiempos. Si pudiéramos mirar en cámara rápida (como esa película de Disney que en unos cuantos segundos presenta el nacimiento, el desarrollo y la decadencia de una flor) los flujos migratorios entre España y Latinoamérica en los últimos cien años, veríamos una secuencia perfectamente circular: una multitud que se desplaza hacia el otro lado del mar y al cabo de unos años, que en esta película hipotética serían unos segundos, otra multitud que regresa al punto de partida.
Si algún funcionario, también hipotético, hubiera vislumbrado hace un par de décadas, esta secuencia perfectamente circular, habría podido prever que toda esta gente no era una invasión, que más bien se trataba de los nuevos habitantes de España, ni más ni menos; y con esa mirada que propone Coetzee, hubiera implementado, desde entonces, un programa para estimular la emigración desde aquel continente que es, en buena medida, español, y un sistema para resolver, lo que de por sí está pasando ahora, de forma más
ordenada y armónica. Pero como aquel funcionario nunca dijo esta boca es mía, o quizá nadie supo oírlo, llegamos a estas alturas del siglo veintiuno con la iniciativa tardía de otorgar la nacionalidad a aquellos nietos de españoles, nacidos en América Latina, que la soliciten; una iniciativa justa y aplaudible, pero que llega con retraso y, encima, parece fundamentada, más que en el deseo de hacer justicia, en el susto que desde el 11-M provocan las emigraciones menos afines a la forma de vida española.
Por estar reconcentrados, de un lado y otro del Atlántico, en ese «acto de fe» que sugiere Borges, en esa concepción arcaica del país como un terruño donde circulan exclusivamente nativos, se pasa por alto que España se hizo imperio en Latinoamérica y que ésta aprendió de España la lengua, la religión y una lista consistente de costumbres, virtudes y manías. El continente y su madre patria viven como dos ilustres desconocidos: España en Latinoamérica sigue siendo el país del conquistador Hernán Cortés y Latinoamérica en España es una entelequia que oscila entre Macondo y una película de Jorge Negrete, dos visiones parciales y excéntricas que, por mencionar alguno de sus efectos, provocan episodios de alcance planetario, como ese que protagonizaron el presidente Chávez y el Rey, dos instituciones de otro tiempo que no pueden más que enfrentarse y entrar en colisión.
La raíz de aquel episodio está en lo mucho que se ignoran las dos partes: ¿a quién se le ocurre llevar al Rey de España a una cumbre latinoamericana, a ese continente cuyo imaginario, hasta hoy, vive perturbado por los fantasmas de la colonia? Esa interacción entre España y Latinoamérica que, con muy contadas excepciones, no ha surgido de manera espontánea, empezará ahora motivada por esa población creciente de latinoamericanos que son ya parte sustancial de la nueva configuración del país; de ahora en adelante no cabe otra mirada que la del palimpsesto, no queda otro remedio; los hijos y los nietos de los emigrantes ecuatorianos, por citar un contingente numeroso, significativo y boyante, serán tan españoles como El Quijote y en unos años comenzarán a gobernar municipios y ciudades, y antes de que podamos comprobar que efectivamente «las naciones no son otra cosa que actos de fe», el presidente de España no será ni andaluz, ni gallego, ni vasco, ni catalán; será ecuatoriano.
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